sábado, 11 de abril de 2015

Murcia

En la pequeña huerta de ventana para afuera, hacía un sol cegador.

Era verdad, era imposible sentirse triste en aquel lugar.

En un mundo paralelo, este era el mundo paralelo.

Mira -me dijo- vez porque nunca abandonaré este lugar. Este barrio.

Y asentí.

Nunca había entendido aquel concepto hasta ese preciso momento...

Fue hermoso. Y desee aquello para mi.

Y no sentí envidia. Sentí ganas de pertenecer.

De vivir así.

De querer algo con tantas fuerzas que tenga la completa certeza de que nunca. Nunca. Nunca.


Abandonaría.


Y eso es a lo que llaman: amar.


Amar con los ojos cerrados. Y la mente abierta.





miércoles, 18 de febrero de 2015

Pum

Alguna vez te has puesto a pensar, ¿qué pasaría si esa persona que tanto te importa, desaparece?

Y no, no me refiero a que muera. Me refiero a desaparecer. Pum, adiós.

Sería como si nunca hubiera sucedido.

Sería como un conejo en la chistera.

Antes de la chistera. Ni conejo, ni mago.

¿Y entonces, que sería entonces...?

Recordarías esas charlas sin sentido y con sentido. Recordarías ese momento en el que creíste que debería estar contigo siempre. Ese momento que creíste que eras tan especial como para vivir ese preciso instante. ¿Y entonces?

¿Por qué no echas de menos?

Es que acaso todo esa conjetura lo hizo el ego, y por tanto ahora ya casi ni importa...

¿Y entonces, por qué no desaparecer?

Sí, porque desaparecer desapareces un poco, si esa persona que creíste especial también desaparece.

No sé, podríamos desaparecer cada día más. Cada día un poco más.

Cada día por momentos.

Antes de lavarnos la cara. Antes de corrernos. Antes de olvidarnos la lista de compra. Antes de querer.

Podríamos desaparecer...

Y entonces. Ni Pum. Ni adiós.


Maldita sea Dylan, nunca me escuchas.


viernes, 23 de enero de 2015

Curar-te

Te pido que te encierres en un caja, como un cuento con final alternativo.

Te digo, que la porcelana es demasiado frágil para conjugar

 poemas.

Te sigo, porque la existencia en definitiva es continuar.

¿Y si te miro?

¿Podrías cambiar de canción, melodía y jamás de letra?

 Te giro. Aquí en la cabeza de mis constelaciones.

Acentuando mis sentimientos.

Definiendo los conceptos lineales.


En definitiva.



Lo que nos queda por morir.


Vivir.




miércoles, 21 de enero de 2015

Tempestades

Quiéreme a contratiempo, en esta marea de sentimientos.
Duele. Me.
Duele. Aquí. You.

You magic. You special. Yo space in my heart.



martes, 9 de diciembre de 2014

El camino más corto




Quiero ser feliz, le susurré al oído.
¿Estás hablando en serio?, dijo ella.

Y abrí los ojos. Otra vez, ese sueño recurrente.

Claro que hablaba en serio, me dije, la felicidad era un tema que me obsesionaba, incluso más que la muerte.

De pequeña, siempre que me preguntaban que quería ser de mayor, respondía con seriedad y mirada fija: Quiero ser feliz. Y claro… los adultos sonreían, otros respondían con ironía e incluso a algunos, les parecía adorable.

Teníais que verlo, una pequeña mocosa deseando con todas sus fuerzas aquello que ellos descuidaban o trataban como un asunto ajeno a toda pregunta, situación o sentimiento.

El caso es que con los años, uno deja de desear. Y considera que soñar y desear forma parte de la infancia y que en la adultez casi no hay cabida para todo aquello.

Y yo al igual que muchos de vosotros, dejé de creer que la felicidad era para mi, pero mi niña interna se negaba a aceptarlo; de hecho fue ella quien terminó por comprar miles de libros sobre la felicidad, iba a talleres e incluso me baje, alguna que otra aplicación para el móvil.

Por momentos incluso, parecía que funcionaba. Pero en realidad no lo hacía.

Entonces, cuando ya desesperada, cansada e incluso frustrada; encontré la solución a mi problema en aquel periódico.

El anuncio era simple, letras negras sobre fondo blanco y un marco negro que rodeaba la frase: ¿Aún no es feliz?. Y debajo de la misma, un número de teléfono. Muy minimalista todo. ¿Cómo no iba a llamar?

Sin embargo me pase casi una semana entera, intentando decidir si llamar o no. Por fin, en una de esas tardes en las que uno no sabe muy bien que hacer; cogí el teléfono y marque. Salto un mensaje en el contestador, en el que simplemente pedía que dejase mi número de teléfono y que me devolverían la llamada lo antes posible.

Recuerdo haber esperado una eternidad para aquella llamada. Hasta que una tarde, encontré el recado en el contestador con una dirección, el día y la hora en la que tenía que pasarme. Me mordía las uñas por saber sobre aquello. ¿Y si por fin había encontrado la solución a todos mis problemas?

Y llegó el gran día. Entre unas cosas y otras, había dormido más bien poco, y eso se podía ver en mis ojeras. Aún así, elegí un traje bastante bonito que había guardado para una ocasión especial, era de dos piezas: chaqueta y falda, ambas de color azul marino. La verdad es que me veía basta elegante, no sé si exageraba, pero me sentía muy bien; como hace mucho no lo hacía.

Llegué a aquel lugar, que era algo así como una oficina. No se apreciaba ningún rotulo que me dijera de que se trataba o que me diese alguna información de aquel lugar. Así que me acerqué al mostrador, di mi nombre y la recepcionista me dio la bienvenida. Se levantó de su mesa y me llevó hasta una salita con muchas sillas de colores.

—Siéntese aquí por favor, y espere a que la llamen. — dijo ella, en tono amable, mientras se retiraba de la sala.

Asentí, elegí la silla azul; y era tan buena aquella perspectiva, que me dediqué a observar al resto de personas que se encontraban ahí. En aquella sala se encontraban dos mujeres, daban la sensación que eran hermanas. Sentadas una al lado de la otra, se cogían de las manos con tanta fuerza que parecía que estaban ahí para apoyarse mutuamente. Dos sillas hacía la derecha se encontraba también un hombrecillo, de traje impoluto y dientes torcidos. No hacía más que sonreírme y acomodarse las gafas, parecía incómodo con mi presencia. Por un instante me pregunté si ellos tampoco eran felices.

Un hombre entró en la sala, con una hoja de papel. Y dijo mi nombre.

—Soy yo — respondí algo nerviosa.
—Puede pasar — dijo él, mientras hacía un gesto para que lo siguiera.

Aquella sala era como una especie de consultorio médico. Aún no sabía de que se trataba todo aquello, tanto secretismo me estaba matando. Por fin me dijo:

—Perdone por la tardanza, pero tenemos una lista de espera muy grande.
—¿Lista de espera para qué? — respondí yo, perdida.
—¿No le han contado sobre nuestro proyecto?
—No.
—Supongo que es mejor así... — dijo él, sin mucho ánimo.
—Estoy aquí por el anuncio— dije yo, un poco más decidida— que dicho sea de paso, no es muy claro. Pero como sentía curiosidad, llamé y me dieron una cita. Y...
—Ok — dijo él, mirando fijamente— usted, está aquí porque quiere ser feliz. Y este es un buen sitio para empezar.
—Podría ser más claro, por favor — dije yo, aún más perdida.
—Sí, por supuesto. Le explico: este es el centro de investigación Miller, recientemente y después de años de investigación, hemos dado por fin respuesta a la pregunta de porqué no somos felices. Hemos determinado que los seres humanos no somos felices por la capacidad de memoria que tiene nuestro cerebro, acumulamos recuerdos; buenos y malos, estos últimos hacen que nos sintamos cada vez más infelices. Hasta ahora, se había probado con diversos métodos para evitar aquellos recuerdos que nos hacen infelices, pero no se había tenido éxito. Y ahora por fin podemos hablarle de un método totalmente efectivo. El proceso es muy fácil, me dijo, implantamos un chip justo debajo del cerebelo generando un campo electromagnético, cuya función es repeler cualquier mensaje que desee transmitir al hipocampo. Sé que suena peligroso y también algo extremo, pero podemos asegurarle que dicho chip tiene una programación muy específica, sólo borra aquellos recuerdos que no le ayudarán a ser feliz en un futuro.

Después de aquella explicación, me parecía una opción bastante viable, y sobre todo me hacía feliz saber que iba a ser feliz para siempre. Hice alguna que otra pregunta. Pero a decir verdad, ya había tomado una decisión.

Así que sin pensármelo demasiado, dije que deseaba hacerlo. No me importó mucho el coste, o los efectos secundarios de dicha decisión. Era bastante consciente de que mi vida iba a cambiar por completo. Quería arriesgarlo todo. Y ya se sabe, la felicidad se nos puede escapar de las manos en cualquier momento.

Fue así como me sometí a aquella operación de casi cuatro horas. Creí que iba a ser dolorosa, y vamos que si lo fue, pero no me importó. Iba a ser feliz.

Una vez en la sala de postoperatoria, había olvidado hasta porque estaba ahí. Se notaba que la implantación del chip empezaba a hacerme efecto. Los médicos estaban pletóricos, nunca habían visto a alguien tan feliz después de la operación, decían que era por la última actualización.

Ya en mi vida diaria, se podía notar la mejoría. Sonreía por todo, miraba el mundo con otros ojos, y hasta me había comprado más trajes de esos especiales. Había que vivir el día a día: porque si no, de que otra forma se ha de ser feliz.

Y claro que me detuve a ser feliz. Pero sólo por un instante.

El que tenía programado.


domingo, 30 de noviembre de 2014

Náufragos




Las desviaciones de mis conversaciones se propagaban lentamente por su piel. Me ofendía cuando decía que no pensaba en nada. Incluso hoy, sigo pensando en ti.

Es curioso como funciona la memoria, hay retazos de imágenes tuyas pululando por toda mi habitación, y sin embargo jamás estuviste aquí.

En mis ganas por transfigurarte a mi placer, hizo que en su momento sintiese la necesidad de escribirte esta especie de declaración. Empecé por una bonita descripción de aquella habitación tuya, por los libros apoyados en la pared, por las tendencias de aquellas conversaciones; conversaciones cuyos contextos no sé definir, incluso parece ser que no puedo recordar ni una sola conversación al completo. Y es tan frustrante.

Cierro los ojos y pienso en aquellas sábanas en blanco, casi tanto o más que este folio en el que no sé exactamente que escribir.

Yo que sé. Siempre fuiste una bonita voz en esta mente tan caótica. Demasiada paz para leerte entre líneas. Y como no, con esa tendencia tuya a morderte las uñas. Ansia viva de comerte el mundo.

La primera vez que intenté escribir sobre ti, se parecía más a esas listas de la compra. Muy bien definida en concepto, muy mal transmitida en sentimientos.  Realmente era tristísimo. Y como siempre, me sentía injusta. Sé que mi comportamiento nunca fue de los mejores. Por eso siento que te debo esto al menos: una bonita descripción para empezar.  Porque he de confesar; que nunca hice lo mejor para ti, siempre hice lo mejor para mi.

Que te voy a contar yo de los miedos, de los egoísmos y de esas frases de niña consentida. Seguro que no soy ni la primera, ni la última. Pero sí la que escribe esto.

Y como siempre, en medio de todo esto; este sentimiento de negación constante. Es tan agotador que no hay cabida a análisis profundos, ni a imágenes más claras. Incluso una que otras veces, viene acompañado del miedo. Cuán angustioso es, que necesita de las mentiras para sobrevivir.

La verdad, es que yo siempre quise echarle la culpa a los astros de todo aquello que no sucedió. Porque aún teniendo tantas cosas en común, no había nada en común.

Tú tan signo de agua y yo tan signo de fuego.

El tiempo pasa deprisa. Y tengo la sensación de que han pasado sólo algunos meses, cuando en realidad han pasado años.

Lo cierto es que nunca he creído que el tiempo lo curase todo. De hecho creo que el tiempo mitiga sonidos, colores y verdades. Tal es así, que el impacto que tiene sobre nosotros y los recuerdos, dejan de ser reales para pasar a ser imaginarios.

Y esa es una de las razones por las que escribo hoy de ti. No precisamente para olvidarte, es más bien para recrearte en mi mente y terminar de trazar alguna que otra imagen que sigue sin tener forma de tanto transfigurarte.

Incluso, me gustaría creer que todo esto también te sucedió en su día con todo aquello que decidiste guardar para ti, y que al igual que yo; decidiste darle forma a gusto de tus recuerdos.

Pero ya sabes, yo también me equivoco.


domingo, 23 de noviembre de 2014

Segunda impresión



El nudo en la garganta se ataba con tanta fuerza a la rabia; que aquel sentimiento, se iba apoderando de mi boca, bajaba por el esófago y terminaba en alguna parte de mi cuerpo.

Cuando quise darme cuenta, había salido del vagón del metro. No sabía realmente como lo había hecho, tenía la sensación de dar pasos y no ser consciente de estar caminando. Quería salir corriendo, y no corría. Sólo recuerdo el sonido hueco de las pisadas dentro de mi.

Por fin, una vez fuera, aspiré aquel aire tan frío que cuarteaba mis labios; apuré el paso y mientras hacia el recorrido de vuelta a casa, fui consciente de que aquel sentimiento de rabia se encontraba aún dentro de mi. Parpadee dos veces y deje de ver con claridad aquellas luces de fondo, por un momento creí que eran mis ojos los que no me permitían ver, pero en realidad eran mis lágrimas.

Crucé la calle y agache la cabeza. No quería que nadie me viese llorar, era demasiado.  Es verdad, había tenido un día terrible, y la compasión de algún desconocido era lo que menos necesitaba en ese momento, solo deseaba llegar a casa, ponerme el pijama y acurrucarme en la cama; sin embargo a veces lo que uno más desea no siempre es lo que uno necesita.

En mi afán por huir de aquella situación, no me percate que hacía todo aquel recorrido aún con la cabeza gacha. Fue así como sin querer, me di de bruces con aquella mujer. Tal fue el golpe, que la tiré al suelo.

Avergonzada, intenté ayudarle a levantarse y mientras se incorporaba; me percaté que se trataba de una mujer menuda de rostro ovalado, no más de treinta años, de piernas esbeltas y espalda ancha. Además, llevaba un abrigo azul que la cubría casi por completo y curiosamente unas gafas de sol.

—¡Lo que me faltaba! — dijo ella con tono de indignación, mientras intentaba colocarse las gafas correctamente.

 Fue entonces cuando me di cuenta, que ella también intentaba ocultar sus lágrimas bajo esos cristales oscuros.

—¿Perdona? — le dije yo, aún aturdida
—Eso es,  ahora esperaras que sea yo la que pida disculpas. —dijo ella en tono despectivo.
—No he dicho eso — dije yo, con tono de culpabilidad.
—Bueno entonces, ¿qué?, ¿Vas a quedarte ahí mirándome? —dijo ella, mientras intentaba acomodarse el abrigo.
—¿Perdón? — dije yo con tono incrédulo
—¿No sabes decir otra cosa, no es verdad?. Estos jóvenes de ahora. No tienen modales, ni educación — dijo ella aún ofendida.
—Perdona, creo que te equivocas. — dije yo—Efectivamente es mi culpa, iba caminando con la cabeza gacha y…
—Mira, no me interesa lo que me quieras contar. — dijo ella en un tono tajante.
—Sabes — dije yo, con tono serio—  no eres la única que ha tenido un día terrible.
—¿Cómo dices? — contesto ella a la defensiva.
—Hay gafas que no son capaces de ocultar las lágrimas para siempre.
Vi como al terminar aquella frase, se quedaba paralizada. Realmente no se esperaba aquella respuesta. Y de pronto dijo:

—¿Lo dices por tus lágrimas?— respondiendo así en tono defensivo.
—Sí, a las mías y las tuyas. — respondí rápidamente— Y como te vuelvo a repetir, todos tenemos días malos. Y da la casualidad que este también ha sido un mal día para mi.
—Ya… —  dijo ella, mientras sacaba un cigarrillo de su bolso y lo ponía en su boca. Cogió la cajetilla y me la ofreció —¿Quieres uno? — me dijo.
—No, gracias— dije yo, un poco aturdida.

No entendía muy bien el porqué de ese comportamiento.  Pasar de ser desagradable a agradable en menos de dos segundos. Seguramente había batido un record mundial y no era consciente de ello.

— Bueno— dijo ella, mientras se sentaba en el bordillo de la acera y le daba otra calada al cigarrillo— ya sé que  soy una desconocida, y que no se debe hablar con desconocidos, —  y sonrío a través de aquellas gafas— pero si quieres puedes contarme porque estabas llorando.

Hice una lista mental rápida, de los pros y contras de contarle mi movida mental de aquella noche.  Y como siempre, ganaron los pros.
Lo cierto es que no tenía nada que perder.  Me senté a su lado, y dije:

— Creo que cuando los días malos son realmente malos, necesitan algo más que una conversación. ¿Te vienes a tomar una cerveza?. — dije yo, sin creerme aún lo que acaba de decir.

Y terminamos en un bar. Dos calles más abajo de mi casa.

Elegimos una mesa, nos sentamos y pedimos las cervezas.

Mientras nos traían la bebida, pude darme cuenta que la superficie de la mesa tenía más rayaduras de lo habitual. Se podría decir incluso, que casi tanto o más, de las que teníamos en nuestras cabezas.

Seis cervezas. Un chiste fácil y alguna que otra confesión.

Nunca creí que hablar de con una desconocida iba a ser así de fácil, siempre creí que la desconfianza se apoderaría de mi en cualquier momento, pero también he de confesar que las cervezas hicieron lo suyo para que no fuese así.

—Si hoy al despertarme — dije yo, filosofando un poco la situación— me hubiesen dicho que iba a terminar aquí, hablando y bebiendo cerveza con alguien que no conozco de nada, no me lo hubiera creído.

—Supongo— dijo ella, un poco más seria— que son cosas del azar, del destino. La verdad es que no creo mucho en esas cosas. Pero siempre se le puede echar la culpa a algo en pleno lunes. —y al terminar aquella frase, soltó una sonora carcajada—.

La verdad es que terminamos hablando de miles de cosas. De su hijo de tres años, de sus problemas para dormir, de las gafas de sol, del porqué de mi llanto, de los días malos. Pero como siempre, mi memoria me juega malas pasadas.

De lo que sí os puedo hablar, es de aquella frase que me soltó entre la tercera y la cuarta cerveza.

—A veces, — dijo ella, mirándome a través de aquellas gafas de sol—los sentimientos son como cuando uno espera entrar en un vagón del metro; hay que dejar salir a algunos, para poder dejar entrar a otros.

Acentí y le di otro sorbo a mi cerveza.

—Por cierto — dije yo—me llamo Dyan.
—Y yo— dijo ella, quitándose las gafas— Isabel.